miércoles, 16 de abril de 2014

Vía Crucis en el Calvario





La cúpulas de la basílica del Santo Sepulcro destacan sobre todos los edificios de la Ciudad Vieja. Foto: Berthold WernerApenas unas decenas de metros separan el Calvario de la tumba del Señor. Toda la zona queda incluida dentro de la basílica del Santo Sepulcro, también llamada de la Resurrección por los cristianos orientales. A los ojos del peregrino, se presenta con una arquitectura singular, que puede considerarse incluso desordenada o caótica. En el exterior, está formada por varios volúmenes superpuestos y añadidos, entre los que destaca un campanario truncado; sobre ese cúmulo de edificaciones y terrazas, se levantan dos cúpulas, una mayor que la otra, que caracterizan el perfil de Jerusalén. El interior está configurado como un conjunto complejo de altares y capillas, grandes y pequeñas, cerradas con muros o abiertas, dispuestas en diferentes niveles comunicados por escaleras. 

Esa apariencia sorprendente no es más que el resultado de su afanosa historia: quizá ningún otro lugar del mundo ha pasado por tantas edificaciones, demoliciones, reconstrucciones, incendios, terremotos, restauraciones... A esto hay que sumar que la propiedad de la basílica es compartida entre la Iglesia católica —representada por los franciscanos, que custodian los Santos Lugares desde 1342— y las Iglesias ortodoxas griega, armenia, copta, siria y etíope, que gozan de diferentes derechos.

Los Evangelios nos han transmitido que sacaron a Jesús y le condujeron al lugar del Gólgota, que significa "lugar de la Calavera" (Mc 15, 22. Cfr. Mt 27, 33; Lc 23, 33; y Jn 19, 17). Allí le crucificaron con otros dos, uno a cada lado y Jesús en medio (Jn 19, 18). Ese sitio se hallaba cerca de la ciudad (Jn 19, 20); por tanto, fuera del recinto amurallado. En el lugar donde fue crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no había sido colocado nadie (Jn 19, 41). Cuando Cristo murió, como era la Parasceve de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús (Jn 19, 42).

Las investigaciones arqueológicas han encontrado otras tumbas de la misma época en las proximidades del Calvario, a las que se puede acceder desde la basílica. Este dato confirma que entonces todo aquel paraje se encontraba fuera de Jerusalén, pues la ley judía prohibía los enterramientos dentro de sus muros. Algunos estudiosos también han identificado la zona con una antigua cantera abandonada, de la que el Gólgota sería el punto más alto: esto concordaría con varios testimonios primitivos, que describen un terreno rocoso con numerosos fragmentos de piedra. En resumen, aunque hoy el Santo Sepulcro ocupe casi el centro de la Ciudad Vieja, debemos imaginar el lugar de la crucifixión en las afueras, teniendo a la vista las murallas y un camino transitado, sobre un peñasco que se elevaba varios metros del suelo, entre otros riscos más pequeños, huertos cerrados con tapias y sepulcros.

Los cristianos de Jerusalén conservaron la memoria del sitio, de forma que no se perdió a pesar de las dificultades. En el año 135, tras haber sofocado la segunda rebelión de los judíos contra Roma, el emperador Adriano ordenó que la ciudad fuera arrasada y construyó encima una nueva: la Aelia Capitolina. El área del Calvario y el Santo Sepulcro, incluida en la nueva superficie urbana, fue cubierta con un terraplén y se levantó allí un templo pagano. Relata san Jerónimo en el año 395, recogiendo una tradición anterior: «desde los tiempos de Adriano hasta el imperio de Constantino, por espacio de unos ciento ochenta años, en el lugar de la resurrección se daba culto a una estatua de Júpiter, y en la peña de la cruz a una imagen de Venus de mármol, puesta allí por los gentiles. Sin duda se imaginaban los autores de la persecución que, si contaminaban los lugares sagrados por medio de los ídolos, nos iban a quitar la fe en la resurrección y en la cruz» (San Jerónimo, Ad Paulinum presbyterum, Ep. 58, 3).

La misma construcción que ocultó el Gólgota a la veneración cristiana contribuyó a preservarlo hasta el siglo IV. En el año 325, el obispo de Jerusalén Macario pidió y obtuvo el permiso de Constantino para derribar los templos paganos levantados en los Santos Lugares. Sobre el Sepulcro de Jesús y el Calvario, una vez descubiertos, se proyectó una magnífica obra: «conviene por tanto —escribió el emperador a Macario— que tu prudencia disponga y prevea todo lo necesario, de modo que no solo se realice una basílica mejor que cualquier otra, sino que también el resto sea tal que todos los monumentos más bellos de todas la ciudades sean superados por este edificio» (Eusebio de Cesarea, De vita Constantini, 3, 31).

Gracias a las fuentes documentales y a las excavaciones arqueológicas —realizadas sobre todo en el siglo XX—, sabemos que el complejo tenía tres partes, dispuestas de oeste a este: un mausoleo circular con la tumba en el centro, llamado Anástasis —resurrección—; un patio cuadrangular con pórticos en tres de los cuatro lados, a cielo abierto, donde estaba la roca del Calvario; y una basílica para celebrar la Eucaristía, con cinco naves y atrio, conocida como Martyrion —testimonio—. La iglesia fue dedicada en el año 336. De ese antiguo esplendor constantiniano queda bien poco: dañado por los persas en el 614 y restaurado por el monje Modesto, el complejo sufrió terremotos e incendios hasta que finalmente fue destruido en 1009 por orden del sultán El-Hakim; la forma actual se debe a la restauración del emperador bizantino Constantino Monómaco —en el siglo XI—, a la obra de los cruzados —en el siglo XII— y a otras transformaciones posteriores.

X estación: despojan a Jesús de sus vestiduras

La décima estación de la Vía Dolorosa suele contemplarse nada más subir al Gólgota, unos metros antes de la capilla de la Crucifixión, donde se recuerda la undécima. Foto: Marie-Armelle Beaulieu/CTS.

Nada más entrar en el Santo Sepulcro, a la derecha, dos escaleras de piedra muy empinadas suben a las capillas del Gólgota, el lugar del suplicio. Se encuentran a unos cinco metros de altura sobre el nivel de la basílica. Una vez arriba, los peregrinos suelen contemplar la décima estación.

Al llegar el Señor al Calvario, le dan a beber un poco de vino mezclado con hiel, como un narcótico, que disminuya en algo el dolor de la crucifixión. Pero Jesús, habiéndolo gustado para agradecer ese piadoso servicio, no ha querido beberlo (cfr. Mt 27, 34). Se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor.
Luego, los soldados despojan a Cristo de sus vestidos (...) y los dividen en cuatro partes. Pero la túnica es sin costura, por lo que dicen:

—No la dividamos; mas echemos suertes para ver de quién será (Jn 19, 24).
Es el expolio, el despojo, la pobreza más absoluta. Nada ha quedado al Señor, sino un madero.
Para llegar a Dios, Cristo es el camino; pero Cristo está en la Cruz, y para subir a la Cruz hay que tener el corazón libre, desasido de las cosas de la tierra 
Via Crucis, X estación

XI estación: Jesús es clavado en la Cruz

Unos pasos separan la décima de la undécima estación, recordada con un altar. La escena de la crucifixión figura encima, en un mosaico. La capilla pertenece a los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa.
Ya han cosido a Jesús al madero. Los verdugos han ejecutado despiadadamente la sentencia. El Señor ha dejado hacer, con mansedumbre infinita.

No era necesario tanto tormento (...). Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder?
Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito Via Crucis, XI estación, 1


XII estación: muerte de Jesús en la Cruz

A la izquierda de la capilla de la Crucifixión, encontramos la capilla del Calvario, propiedad de la Iglesia ortodoxa griega. Se levanta sobre la roca venerada, visible a los lados del altar a través de un vidrio. Debajo, un disco de plata abierto en el centro señala el orificio donde fue erguida la Cruz.

En la parte alta de la Cruz está escrita la causa de la condena: Jesús Nazareno Rey de los judíos (Jn 19, 19). Y todos los que pasan por allí, le injurian y se mofan de Él.
—Si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz (Mt 27, 42).

A la izquierda de la capilla de la Crucifixión, se encuentra la capilla del Calvario, que corresponde a la duodécima estación. Foto: Alfred Driessen.

Uno de los ladrones sale en su defensa:
—Este ningún mal ha hecho... (Lc 23, 41).
Luego dirige a Jesús una petición humilde, llena de fe:
—Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino (Lc 23, 42).
—En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43).
Junto a la Cruz está su Madre, María, con otras santas mujeres. Jesús la mira, y mira después al discípulo que Él ama, y dice a su Madre:
—Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Luego dice al discípulo:
—Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 26-27).
Se apaga la luminaria del cielo, y la tierra queda sumida en tinieblas. Son cerca de las tres, cuando Jesús exclama:
—Elí, Elí, lamma sabachtani?! Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46).
Después, sabiendo que todas las cosas están a punto de ser consumadas, para que se cumpla la Escritura, dice:
—Tengo sed (Jn 19, 28).
Los soldados empapan en vinagre una esponja, y poniéndola en una caña de hisopo se la acercan a la boca. Jesús sorbe el vinagre, y exclama:
—Todo está cumplido (Jn 19, 30).
El velo del templo se rasga, y tiembla la tierra, cuando clama el Señor con una gran voz:
—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).
Y expira.

Ama el sacrificio, que es fuente de vida interior. Ama la Cruz, que es altar del sacrificio. Ama el dolor, hasta beber, como Cristo, las heces del cáliz 
Via Crucis, XII estación

En la parte de la roca visible a la derecha, se aprecia una fisura atribuida al terremoto que se produjo con la muerte de Cristo: dando de nuevo una fuerte voz, entregó el espíritu. Y en esto el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo y la tierra tembló y las piedras se partieron (Mt 27, 50-51). La hendidura también puede verse en otra capilla inmediatamente inferior, dedicada a Adán. Según una piadosa tradición a la que ya Orígenes hace referencia en el siglo III, allí se ubicaría la tumba del primer hombre; al abrirse la tierra, la sangre del Señor habría llegado hasta sus restos, convirtiéndolo en el primer redimido. En la iconografía cristiana, esta leyenda inspiró la costumbre de poner una calavera a los pies de la Cruz.

XIII estación: desclavan a Jesús y lo entregan a su Madre

Esta escena se recuerda entre la capilla de la Crucifixión y la del Calvario, en un altar dedicado a Nuestra Señora de los Dolores.
Anegada en dolor, está María junto a la Cruz. Y Juan, con Ella. Pero se hace tarde, y los judíos instan para que se quite al Señor de allí.
Después de haber obtenido de Pilatos el permiso que la ley romana exige para sepultar a los condenados, llega al Calvario un senador llamado José, varón virtuoso y justo, oriundo de Arimatea. Él no ha consentido en la condena, ni en lo que los otros han ejecutado. Al contrario, es de los que esperan en el reino de Dios (Lc 23, 50-51). Con él viene también Nicodemo, aquel mismo que en otra ocasión había ido de noche a encontrar a Jesús, y trae consigo una confección de mirra y áloe, cosa de cien libras (Jn 19, 39).

Ellos no eran conocidos públicamente como discípulos del Maestro; no se habían hallado en los grandes milagros, ni le acompañaron en su entrada triunfal en Jerusalén. Ahora, en el momento malo, cuando los demás han huido, no temen dar la cara por su Señor.

Entre los dos toman el cuerpo de Jesús y lo dejan en brazos de su Santísima Madre 
Via Crucis, XIII estación.

Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro (...). A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba (...)?

Situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo.
Es Cristo que pasa, 95-96

Esos deseos de fidelidad se convertirán en obras si acudimos a Santa María, que —desde la embajada del Ángel, hasta su agonía al pie de la Cruz— no tuvo más corazón ni más vida que la de Jesús. 
Via Crucis, XIII estación, 4 

Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús 
Camino, 497.

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