sábado, 23 de febrero de 2013

Historia del Templo de Jerusalén


Para un cristiano, la Ciudad Santa reúne los recuerdos más preciosos del paso por la tierra de Nuestro Salvador, porque en Jerusalén Jesús murió y resucitó de entre los muertos. Fue también escenario de su predicación y milagros, y de las horas intensas que precedieron a su Pasión, en las que instituyó la locura de Amor de la Eucaristía. En ese mismo lugar –el Cenáculo– nació la Iglesia que, reunida en torno a María, recibió el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

Pero el protagonismo de Jerusalén en la historia de la salvación ya había comenzado mucho antes, con el reinado de David, entre los años 1010 y 970 antes de Cristo. Por su situación topográfica, la ciudad había permanecido durante siglos como un enclave del pueblo jebuseo inexpugnable para los israelitas en su conquista de la tierra prometida. Ocupaba la cima de una serie de colinas dispuestas como peldaños en orden ascendente: en la parte sur de la zona más elevada –conocida todavía hoy con los nombres de Ofel o Ciudad de David–, se encontraba la fortaleza jebusea; en la parte norte, el monte Moria, que la tradición judía identificaba con el lugar del sacrificio de Isaac (Cfr. Gn 22, 2; y 2 Cro 3, 1). 


El macizo, con una altura media de 760 metros sobre el nivel del mar, estaba rodeado por dos torrentes profundos: el Cedrón por el lado oriental –que separa la ciudad del monte de los Olivos–, y el Ginón o Gehenna por el oeste y el sur. Los dos se unían con un tercero, el Tiropeón, que atravesaba las colinas de norte a sur.


Cuando David tomó Jerusalén, se estableció en la fortaleza y realizó diversas construcciones (Cfr. 2 Sam 5, 6-12), a la vez que la constituyó capital del reino. Además, con el traslado del Arca de la Alianza, que era el signo de la presencia de Dios entre su pueblo (Cfr. 2 Sam 6, 1-23.), y la decisión de edificar en honor del Señor un templo que le sirviera de morada (Cfr. 2 Sam 7, 1-7. También 1 Cro 22, 1-19; 28, 1-21; y 29, 1-9), la convirtió en el centro religioso de Israel. Según las fuentes bíblicas, su hijo Salomón empezó las obras del Templo en el cuarto año de su reinado, y lo consagró en el undécimo (Cfr. 1 Re 6, 37-38.), es decir, hacia el 960 a. C. Aunque no es posible llegar a las evidencias arqueológicas –por la dificultad de realizar excavaciones en esa zona–, su edificación y su esplendor están descritos con detalle en la Sagrada Escritura (Cfr. 1 Re 5, 15 – 6, 36; 7,13 – 8, 13; y 2 Cro 2, 1 – 5, 13).

No tuvieron que pasar muchos años para que los israelitas sintieran de nuevo la protección del Señor: en el año 539 a. C., Ciro, rey de Persia, conquistó Babilonia y les dio libertad para que regresaran a Jerusalén. En el mismo lugar donde había estado el primer Templo, se edificó el segundo, más modesto, que fue dedicado en el año 515. La falta de independencia política durante casi dos siglos no impidió el desarrollo de una intensa vida religiosa. Esta relativa tranquilidad continuó tras la invasión de Alejandro Magno en el 332 a. C., y también durante el gobierno de sus sucesores egipcios, la dinastía ptoloméica. 

La situación cambió en el año 200 a. C., con la conquista de Jerusalén por parte de los Seléucidas, otra dinastía de origen macedonio que se había establecido en Siria. Sus intentos de imponer la helenización al pueblo judío, que culminaron con la profanación del Templo en el 175, provocaron un levantamiento. El triunfo de la revuelta de los Macabeos no sólo permitió restaurar el culto del Templo en el 167, sino que propició que sus descendientes, los Asmoneos, reinasen en Judea.



En el año 63 a. C., Palestina cayó en manos del general romano Pompeyo, dando inicio a una nueva época. Herodes el Grande se hizo nombrar rey por Roma, que le facilitó un ejército. En el 37, tras afianzarse en el poder por medios no exentos de brutalidad, conquistó Jerusalén y empezó a embellecerla con nuevas construcciones: la más ambiciosa de todas fue la restauración y ampliación del Templo, que llevó a cabo a partir del 20 a. C.

Jesucristo había profetizado que del Templo no quedaría piedra sobre piedra (cfr. Mt 24, 2; Mc 13, 2; Lc 19, 44 y 21, 6). Esas palabras se cumplieron en el año 70, cuando fue incendiado durante el asedio de las legiones romanas. Cincuenta años más tarde, sofocada la segunda sublevación y expulsados los judíos de Jerusalén bajo pena de muerte, el emperador Adriano ordenó construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua. La llamó Aelia Capitolina. Sobre las ruinas del Templo, fueron levantados monumentos con las estatuas de Júpiter y del mismo emperador.


En el siglo IV, cuando Jerusalén se convirtió en una ciudad cristiana, se construyeron numerosas iglesias y basílicas en los Lugares Santos. Sin embargo, el monte del Templo quedó abandonado, aunque se permitió el acceso a los judíos un día al año para rezar a los pies del muro occidental, ante lo que se conoce todavía hoy como el muro de las Lamentaciones.

La expansión del islam, que llegó a Jerusalén en el 638, seis años después de la muerte de Mahoma, cambió todo. Los primeros gobernantes centraron su atención en la explanada del Templo. Según una tradición, Mahoma habría ascendido al cielo desde ahí. Pronto se construyeron dos mezquitas: en el centro, sobre el lugar que antaño podría haber ocupado el Santo de los Santos, la de la Cúpula de la Roca, terminada el año 691, que conserva aún la arquitectura original; al sur, donde estaba el mayor pórtico de la época de Herodes, la de Al-Aqsa, que se acabó en el 715, aunque ha sufrido varias restauraciones importantes a lo largo de su historia. 


Desde entonces, exceptuando los breves reinos de los cruzados de los siglos XII y XIII, los musulmanes siempre han detentado el derecho sobre el lugar: denominado Haram al-Sharif –el Santuario Noble-, lo consideran el tercero más sagrado del islam, después de la Meca y Medina.



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sábado, 16 de febrero de 2013

Escribas, fariséos y saduceos


"Y Jesús les dijo: Mirad, y guardaos de la levadura de los Fariseos y de los Saduceos" (Mt. 16, 6).
"¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, y tragáis el camello! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de desenfreno. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de adentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros, por fuera a la verdad, os mostráis justos a los hombres; pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad" (Mt. 23, 24-28)
La mayoría de los escribas eran fariseos. Los escribas o doctores de la Ley eran expertos en interpretación de las escrituras, tanto en su dimensión jurísica como religiosa.
Los fariseos  y los saduceos eran dos partidos político-religiosos, que estaban enfrentados entre sí. Se trataba de dos escuelas distintas y dos formas diversas de vivir el judaismo.
Los fariseos no pertenecían a la clase sacerdotal sino más bien a la clase media. Ejercían gran influencia en el pueblo llano pues eran los maestros en las sinagogas de todo el país. Fariseo significa "separado". Su espiritualidad les llevaba a estar alejados de toda impureza. Para eso, también se alejaban de la gente que llamaban impura, es decir, de todos aquellos que no vivían según la Toráh. Aceptaban el Antiguo Testamento en su conjunto incluyendo también las tradicones orales y escritos de comentaristas judíos reconocidos. Tenían fe en la resurrección después de la muerte y en un juicio que cada uno recibiría según sus obras. También pensaban que un rey Mesías de la estirpe de David liberaría Israel de todas sus opresiones y traería la paz.
Para la mayoría fariseos lo importante era vivir la Ley, por encima de todo. Llegaban a darle tanta importancia que muchos la ponían por encima de Dios, como si Él no pudiera estar en contra de esa Ley que Él mismo había promulgado. Con el tiempo llegaron a perder de vista el sentido de la Ley y a Dios, que es quien la había hecho. Todo era la Ley, los mandatos de la Ley. Esos reglamentos afectaban a toda la vida familiar, social, política... Nada podía quedar al margen de la Ley.
Algunos despreciaban a los gentiles por ser un pueblo sin la Ley. Así, vieron en Jesús a un hombre peligroso, que quería cambiar la Ley: no observa las tradiciones, viola el sábado, come con pecadores y publicanos... El Señor en el Evangelio habla con mucha dureza sobre su hipocresía.

Pero hay que decir que esto no les sucedía a todos. Algunos fariséos sabían ver hasta donde debía llegar la Ley, y que no podía ser superior a Dios, pues era el que había dispuesto dicha Ley. Algunos, como Nicodemo, defendieron al Señor y dieron la cara ante otros fariseos.

Eran continuadores de la linea seguida por los asmoneos. Su nombre derivaba seguramente de Sadoc, sacerdote importante en la época de David. Los saduceos formaron un partido polítio-religioso dentro del judaísmo, y duró desde el siglo II a.C hasta la caída de Jerusalén en el año 70. Pertenecían a las grandes familias sacerdotales y a la aristocracia. Desdendían de familias influentes del judaísmo. Por tanto, eran ricos y tenían gran poder. Eran ellos los que nombraban entre sus miembros al Sumo Sacerdote. Este, a su vez, nombraba a los altor cargos del Templo. Además presidía el Sanedrín. Procuraban estar siempre en buena relación con la autoridad.
Eran negociadores políticos, y supeditaban la religión a conseguir lo que deseaban por la vía política. Eran cultos, dominaban las letras, conocían a los autores más importantes, a los filósofos griegos, y se jactaban de relacionarse con las personas cultas de todo el mundo.
Su interpretación de la Torah era  sobria y no caían en la casuística como los fariseos. No aceptaban todos los libros de la Biblia. No creían en la resurreción después de la muerte. Eran menos queridos que los fariseos pero tenían mucho poder religioso y político, y por eso eran muy influyentes.

sábado, 9 de febrero de 2013

Aromas de misterio

"En las ciudades milenarias siempre hay recintos amurallados en los que el polvo del camino, la suciedad, el descuido y la pobreza, se convierten en coprotagonistas involuntarios del recuerdo. Aquí en Oriente Medio sucede algo parecido pero suavizado, porque los tejidos gastados y descoloridos de las chilabas y yihabs árabes se mezclan con el arco iris de los mil y un artículos de sus apretados comercios que, en interminables hileras van ofreciendo, junto al brillo dorado, plateado y cobrizo de un sin fin de emblemas religiosos o cachivaches laicos de dudosa utilidad, sus tejidos bordados, recamados, orlados y adornados en un millar de tonalidades llamativas y alegres, entre aromas de azafrán, anís, menta, cilantro comino o incienso que, desde los recovecos insospechados de angostas calles, despiertan nuestros sentidos y envuelven nuestro laberíntico deambular mañanero. Las sonrisas de los niños judíos, musulmanes o cristianos, todos ellos cuidados, protegidos y uniformados, a los que se respeta y quiere por encima de todo, viajan a estas horas tempranas a nuestro lado. Son cientos de ojos, en su mayoría de un negro profundo, que nos miran curiosos cuando, muy de mañana de camino a la escuela, se encuentran con nosotros. Sé que en este viaje no podré detenerme a charlar con ellos, ni con nadie y eso me duele porque los paisajes siempre son mudos e inexpresivos cuando no hay contacto verbal con sus gentes y la perspectiva queda incompleta, cuando no distorsionada.
Y para ellos ¿qué soy yo para ellos? Tan solo una mirada más entre todas las miradas de las gentes que acuden a su tierra, porque muchos de estos pequeños todavía ignoran que para millones de seres humanos su raíz y su fin no tienen más norte ni guía que estas piedras pulidas por el tiempo y teñidas con la sangre de todas las así llamadas civilizaciones que fueron construyendo y destruyendo poblaciones; arrasando y edificando preciosas y preciadas obras de arte; matando y engendrando seres humanos; levantando y derrumbando símbolos, confirmando o renegando de creencias y doctrinas; luchando, en fin, con las armas menos adecuadas, las de la guerra, por preservar la fe que defendían, cada uno en nombre del que para ellos era el único dios. Estos sufridos parajes reciben desde hace milenios el nombre de Tierra Santa y por ellos caminaron, hace ya una eternidad, David en nombre de Yahvé, Mohamed profeta de Alá, y Jesucristo quien, para los cristianos, fue y es la encarnación del Hijo de Dios.
Han pasado miles de años, y cada día comprobamos que las luchas fratricidas siguen asolando estos parajes, de manera intermitente, pero incesante, mientras la comunidad internacional amedrantada por los intereses creados sigue adorando al becerro de oro que, últimamente les está saliendo rana, y mira hacia otro lado permitiendo, cuando no alentando, una situación de dominio-sumisión, vergonzosa y excesivamente peligrosa en pleno siglo XXI, y uno se pregunta sin hallar respuesta la razón por la cual las dos religiones con más fieles del mundo conocido, el cristianismo y el islamismo, junto al judaísmo, que es la más antigua de las creencias monoteístas, tiene su origen en estos territorios que con tanta frecuencia parecen abandonados de la mano del hombre y lo que es más cruel: de la de Dios.
La población judía apareció 2000 años antes de Cristo en la llamada Tierra Prometida, hoy conocida como Israel, con Moisés y la entrega de la Torá en el Monte Sinaí, pero pronto fueron expulsados por los romanos quienes junto a bizantinos y otomanos impidieron su posterior regreso. El cincuenta por ciento de los judíos de hoy aceptan el sionismo de Theodor Herzl como movimiento político salvador que propugnó desde sus inicios el restablecimiento de una patria para los israelitas en dicha tierra, consiguiéndolo, aunque parcialmente, en 1948. De esa mitad de población judía no todos practican de idéntica manera su religión. Los hay laicos y poco interesados en ella; los hay tradicionales pero escasamente practicantes y otros son ortodoxos que participan asiduamente en sus rituales sin rechazar la evolución del mundo actual. La mayoría de ellos son profesionales capacitados y reconocidos que visten a la manera occidental y pasan inadvertidos a nuestro lado por las calles del viejo o del nuevo Jerusalén.
Sin embargo hay otro cincuenta por ciento que llama nuestra atención a simple vista debido a su atuendo especial, La ley judía dicta que tanto mujeres como hombres judíos se vistan siguiendo las normas de tznius (recato) y los llamados ultra ortodoxos siguen inflexibles este mandato. Ellas y ellos suelen ser jóvenes agraciados, quizá porque los de mayor edad abandonan sus barrios con menor frecuencia. Ellas visten blusas claras y amplias faldas negras, largas hasta el tobillo, presentan caras lavadas y tersas, mirada baja y apresurado el paso, deben ser solteras porque no cubren sus cabellos con pelucas o tocados como las ultra ortodoxas casadas. Ellos van de negro con camisa blanca, y por debajo de la levita o americana asoman los Tzitzit (flecos) del talit (chal) de cuatro puntas que prescribe la Torá (nuestro Pentateuco). Van tocados siempre con sombrero o kipá, que es ese gorrito de tela o lana bien tejida, que se confecciona hoy en día de los más diversos tonos, y que estos ultras ortodoxos llevan siempre en negro, y del que no se desprenden en toda la jornada, ello se debe a que obedecen el estricto precepto de que el hombre no debe mostrarse descubierto delante de Dios sino que ha de colocar sobre la cabeza una prenda que le recuerde que por encima de él siempre está Yahvé. El resto de judíos solo se cubre en lugares de culto o en ceremonias especiales. La utilización de los bucles en las sienes o peyes que tanto nos choca, se debe a otro de sus mandamientos que reza: "No cortarás circularmente los extremos de tu cabeza, ni estropearás la punta de tu barba." (Vaikrá/Levítico 19:27).
Al verlos pasar junto a mi, serenos y clonados, no puedo por menos de pensar, con el mayor de los respetos, si serán capaces de cumplir con tanta fidelidad los seiscientos trece mandamientos que les obligan y dictan hasta los más nimios aspectos de su vida cotidiana, y un escalofrío me recorre el alma…
Junto a ellos en Jerusalén conviven o sobreviven los musulmanes desde que en el siglo VII asediaron la ciudad expulsando a los bizantinos. La creencia musulmana tiene su origen tan solo unos años antes, en el 610 d. C. en Arabia cuando el Arcángel Gabriel, se aparece para revelar a Mahoma los designios de Alá en la cima del Monte Hira, al este de la Meca. Esta revelación reproducida en aleyas, da forma a los ciento catorce suras o capítulos de su texto sagrado; El Corán, que va desgranando los cinco mandamientos básicos que lo inspiran; la profesión de fe, la oración; la práctica de la limosna; el ayuno y la peregrinación a la Meca. A su vez, los musulmanes también están divididos en una gran mayoría suní; un diez por ciento de chiis y unos cuantos jarydíes testimoniales. El origen de esta división viene dado por las diferencias de criterio que hubo en su día, para elegir al sucesor de Mahoma, pero en estos veinte siglos son demasiado profundas las brechas que se han ido abriendo y de las que ni siquiera nos permitiríamos hablar. En la actualidad su barrio comienza en una de las siete puertas de la ciudad; la del León, allí tienen sus viviendas y comercios, parecen más bulliciosos y locuaces y algunos de ellos nos sonríen al pasar.
Aquí en Israel, judíos y musulmanes forman, casi igualados en número, la mayoría de la población y tampoco es fácil saber a golpe de vista cuantos de estos palestinos, consideran vital la práctica de su religión. Por este pacto tácito de silencio, sin olvidar que el árabe es tan complicado para un occidental como el hebreo, tampoco con ellos hablamos más allá de los comentarios en inglés, provocados por las escasas compras o debidos a una cortesía que ellos practican desde la distancia, pero he podido escuchar algunas opiniones autorizadas sobre la situación, que me hace sospechar que como en el caso de los cristianos, se van debilitando paulatinamente los signos externos aunque permanece arraigada en ellos lo que nosotros hemos dado en llamar la fe del carbonero.
Finalmente, el total de población cristiana que, mundialmente es la primera religión, aquí en Tierra Santa no llega a un catorce por ciento, reuniendo católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos y evangelistas. Razón tenía Jesús cuando al llegar a Nazareth se sintió preterido por los suyos: "Un profeta no es despreciado sino en su patria, entre sus parientes y en su propia casa". (Marcos, 6/16)
Ha sido demasiado fugaz esta estancia. Recuerdo todos los parajes, las basílicas e iglesias en las que todas las creencias y oraciones se entremezclan, Me llevo en la retina ese mar nocturno de Galilea donde el Gran Pescador mandaba echar las redes y paraba tormentas, esos cementerios enormes con palmas, piedras o flores, muy juntos, sin solución de continuidad; y ese temblor de estar ante el Pesebre y luego en el Calvario redentor. Difícilmente describir el paso por Getsemaní: “Mi alma siente angustias de muerte, quedaos aquí y velad conmigo”. (Mateo, 26/39) y no escuchar una y otra vez aquella voz de infinita clemencia en medio del dolor: “Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen”, (Lucas, 23/24). Y Ya, como a María, no me queda más que "guardar todas estas cosas meditándolas en el corazón". (Lucas 2/199.)
No he podido entrar y permanecer unos minutos ni en una sinagoga ni en una mezquita lo que junto a este obligado silencio y el total alejamiento de sus gentes hace que una parte de mi necesite volver para remediar estas carencias evidentes, pero ello no ha sido obstáculo para advertir que algo ha ocurrido durante este breve espacio de tiempo. Quizá sea prematuro aventurar en qué instante tiene lugar esa revolución interior que sin duda y, a pesar de mi absoluta convicción de que esas cosas no ocurren, se ha producido en mí. No ha habido ningún signo externo; ningún instante mágico y especial; no he caído como Pablo del caballo en pleno éxtasis contemplativo; no he sentido llamadas exclusivas; ni nada que a la luz de la razón pueda explicar de modo conveniente. No me siento cambiada, sino reconfortada. He comprendido el porqué de las renuncias, el verdadero valor de la bondad no recompensada; el sentido de una actitud constante de optimismo y gratitud a la vida que, a pesar de caídas, desmayos y tropiezos mantengo con firme lealtad y sin condiciones durante tanto tiempo. Percibo con amplia claridad que mis eternas dudas se acaban y que, según van pasando los días, el puzzle sin terminar de toda mi existencia va, por fin encajando. Se van abriendo en mi mente parcelas cerradas a cal y canto hasta el momento, y me he reafirmado en el valor de las palabras de San Agustín que presiden cada uno de mis días desde hace tanto tiempo: “Ama y haz lo que quieras”, y he empezado a bucear en otras religiones buscando al Dios de amor y perdón que como un paciente y comprensivo padre les acompañe, y confieso que perdida entre tantos preceptos y mandatos en ninguna de ellas lo he podido encontrar, aunque… se me han llenado las entrañas de sonrisas porque muy en el fondo sé que ya lo había hallado; que ya nada volverá a ser como cuando partí en peregrinación a Tierra Santa y sé también, curiosamente, que todo sigue siendo tan sencillo y tan difícil como lo era antes de partir".

Por Elena Méndez-Leite

sábado, 2 de febrero de 2013

Fotógrafa israelí en el Santo Sepulcro


Empezó con la fotografía cuando tenía 14 años. Desde entonces, Gali Tibbon (Jerusalén, 1973) trabaja como fotógrafa independiente y, tras una década cubriendo como reportera gráfica las noticias diarias para France Press en la franja de Cisjordania, ha comenzado a interesarse por la religión y sus diversas representaciones.

Sus últimos trabajos atrapan la esencia de las diversas peregrinaciones en Tierra Santa, los bautismos en el río Jordán, las antiguas prácticas de los Samaritanos o la vida en Lalibela, la ciudad santa de los ortodoxos etíopes. Sin embargo, su trabajo más conocido ha sido el de las peregrinaciones al Santo Sepulcro de Jerusalén, donde, en una colección de poderosas imágenes, llenas de sensibilidad artística, ha conseguido captar el rostro humano de la fe. Todas ellas se pueden contemplar en su página web.

“El hecho de provenir de una ciudad sagrada y espiritual como Jerusalén ha tenido una gran influencia en mi trabajo”, explica Gali a Religión en Libertad. “Me pareció algo muy natural intentar fotografiar la fe, porque mi mayor motivación es la ciudad santa en sí y toda su fuerza histórica. Jerusalén no es sólo el foco de la atención política internacional, sino también el centro de las tres grandes religiones monoteístas. Los textos antiguos y los mapas describen a Jerusalén como el centro del mundo, el punto de partida del mundo. A mitad de camino entre el este y el oeste, Jerusalén sigue siendo un mosaico en el que las culturas y las religiones nunca han conseguido fusionarse, cada una permanece claramente diferenciada de las demás. El hecho de que atraiga a miles de peregrinos cada año, de diversos países con distintos credos, ha hecho crecer en mí las ganas de explorar, de aprender, de entender y descubrir qué hay más allá…”, confiesa.

“Es muy difícil fotografiar una dimensión espiritual”“Como fotógrafa siempre me rondaba la pregunta: ¿se puede realmente fotografiar la fe?”, explica Gali. “Es una cuestión difícil de responder, y para mí ha sido un gran desafío, del cual he aprendido mucho. Creo que la fe es difícil de fotografiar, es una dimensión espiritual del ser humano y es muy difícil traducirla a otra dimensión más realista, a una única imagen fija. Pero si, por ejemplo, veo a un peregrino de rodillas al pie de la Vía Dolorosa, puedo apreciar la fe que le impulsa a hacerlo, y si soy capaz de captar la expresión de su rostro y el sentimiento de devoción que refleja, entonces sí estoy fotografiando la fe. Es algo muy abstracto y complejo de fotografiar, pero cuando lo consigues, sabes que lo tienes. Es un momento inenarrable, mágico”, relata. "Pero también hay ocasiones en las que espero durante horas, disparo, pienso que lo tengo y, cuando vuelvo a casa, me siento al ordenador y me doy cuenta de que la foto no expresa nada de lo que sentí…”, confiesa. “En muchas ceremonias religiosas, la atmósfera es una mezcla de sentimientos y sensaciones que experimentan nuestros sentidos: la luz, el humo del incienso, los cantos... Yo intento traducir todo eso a imágenes, capturar todo ese ambiente único. Y solo a veces, después de cientos de disparos con la cámara, lo consigo”, explica Tibbon.

 “Todavía puedo sentir la devoción de esa joven”. Como buena fotógrafa, Gali considera que la luz es una herramienta esencial en la fotografía, pero en su caso no solo como elemento físico, sino simbólico: “No es sólo un rayo de luz física lo que fotografía la fe. La luz es la creación de todas las cosas. A menudo, los creyentes interpretan un rayo de luz como una señal de Dios. Que se haga la luz, dice el Génesis. En mi trabajo, luz y penumbra esculpen la foto, pero hay algo más”, asegura.

Por ejemplo, en la fotografía de la joven con el pañuelo rojo de la colección Ecos de los cristianos de Jerusalén, el rayo es el que ilumina a la joven, mientras que el resto de los fieles del templo quedan en penumbra. Cuando la hice, ella estaba llorando mientras rezaba, mirando al propio rayo de luz. Es una de mis fotografías favoritas, porque muestra muy bien lo que yo quería transmitir, que hay algo más allá de lo que ven los turistas que vienen a este lugar: el misticismo de los peregrinos. Aquel fue un momento muy especial, porque pude sentir la devoción de aquella mujer. Es más, todavía puedo sentirla cada vez que veo la fotografía…”.

Toda una demostración de que solo es necesario saber mirar para quedar cautivado por la Belleza y la Verdad que trasciende al ser humano.

Religión en libertad. Artículo de Mar Velasco.